Como médicos, pero especialmente como residentes no estábamos preparados para afrontar un momento como el actual. Hace poco en lo único que pensábamos era en la revisión de tema para el siguiente día, las horas de sueño que nos esperaban después del turno, el examen final de la rotación, los días libres para visitar a nuestra familia y la cuenta regresiva para poder ser graduados como pediatras.
A partir de marzo de este año esas prioridades cambiaron, un virus que se volvió pandemia traído directamente de Asia, conocido como Coronavirus, afectó no solo nuestra forma de vivir, sino de aprender, forzándonos al ser profesionales en el área de la salud con la capacidad de aprender y conocer de qué se trata este virus, cómo se transmite, cómo se diagnostica y lo más importante, cómo se trata.
Sin embargo, el COVID-19 no tuvo en cuenta la dualidad a la que nos enfrentábamos como residentes de pediatría en Colombia, al poder ser los médicos generales tratantes de un caso o estudiantes en formación no autorizados para tratar uno, ubicándonos en un punto intermedio entre estas dos situaciones, en la que nos corresponde ser de los últimos en la jerarquía de atención de pacientes con COVID-19, lo que nos protege de su contagio. Sin embargo, por otro lado nos limita con las medidas de contención del virus, ya que genera un obstáculo en las herramientas, la práctica clínica y la adquisición de habilidades académicas en nuestra formación como médicos con especialización en pediatría.
No es un secreto que para el personal de la salud, las cifras alarmantes en los países europeos, las tasas de contagio, el incremento en la mortalidad y el colapso en los hospitales generó una corriente de incertidumbre, ansiedad y desconcierto, por lo cual a pesar de la baja incidencia de las complicaciones y la mortalidad en los niños en comparación con los adultos, el enfrentarse a la posibilidad del contagio se convirtió en un reto y en una probabilidad, en especial, cuando la mayoría de la población pediátrica es asintomática.