Cuando imagino la infancia de mis abuelas, escena que llega a mi cabeza en blanco y negro como si el mundo fuese una escala de grises antes de que existiera la televisión a color, no puedo dejar de imaginar una niñez interrumpida, una inocencia truncada ante las garras de las labores del hogar, las uniones maritales rozando la mayoría de edad y la crianza ejercida por las niñas del hogar, para alimentar, cambiar, lavar pañales y recitar: “Margarita está linda la mar, y el viento” de Rubén Darío a sus doce hermanos, cuyas edades oscilaban entre el olor apocrino de la pubertad y la lactancia materna exclusiva.